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Director: Marcelo Velázquez. Autor: Jean-Luc Lagarce.
Traducción: Mabel Crescente. Intérpretes: Marcelo Bucossi, Daniel Goglino,
Mercedes Fraile. Escenografía: Ariel Vaccaro. Iluminación: Alejandro Le
Roux. Vestuario: Julio Suárez. Música original y diseño sonoro: Pablo
Bronzini. Sala: ElKafka Espacio Teatral, Lambaré, los domingos a las 18,
866, 4862-5439.
Una obra que se va escribiendo, reescribiendo, refutando,
abandonando delante del público. Una obra que quizás transcurre en el
espacio mental de un autor (el Primer Hombre), al que son convocados otros
dos personajes (el Segundo Hombre, la Mujer). Juntos, los tres tuvieron
una historia de amor en el pasado, en la parte antigua de una ciudad sin
nombre que ya casi no existe. Esa historia sucedió hace años, antes de la
Guerra. Por algún motivo que no se da a conocer, el Primer Hombre, el que
en el presente de la obra reconstruye sus recuerdos con la participación
de los otros dos personajes, se sintió traicionado y fue hacia el río de
noche con la idea de tirarse. Pero no lo hizo. En cambio, se enfermó y
antes de morir trata de contar esa historia de amor en diferentes
versiones: un libro, una canción, una carta, incluso un título, solo un
título. Historia de amor
(Últimos capítulos) representa un verdadero reto para
cualquier director que se atreva a llevarla a escena, para los actores que
la interpreten, y también para el público que elija ver esta obra de
Jean-Luc Lagarce, el talentoso e innovador dramaturgo francés, varias de
cuyas piezas se han presentado en Buenos Aires (Las reglas de urbanidad de la sociedad
moderna, Music-Hall, Últimos remordimientos
antes del olvido, Estaba en mi casa y esperaba que llegase la lluvia,
Nosotros los héroes…).
Lagarce muere de sida en 1995, a los 38, luego de una
intensa vida consagrada al teatro desde que funda, joven estudiante de
Filosofía y Letras, la compañía amateur La Roulotte (en homenaje a Jean
Vilar). Director de textos clásicos, de sus propias obras (más de 25
piezas, relatos, una novela, un libreto de ópera); devoto de Ionesco,
Genet, Beckett, muy pronto empieza a preguntarse cómo escribir después de
estos creadores, a los que referencia en sus primeras obras, así como a
Chejov en Le voyage de
Madame Knipper vers la Prusse Orientale (1980). Los mundos del teatro, el
cine y la literatura atraviesan su vasta obra, que empezó a ser realmente
reconocida en Francia –y en el mundo- después de su temprana muerte.
Lagarce escribe Historia
de amor (Últimos capítulos) en 1990, después de Histoire d’amour
(Répérages) y De saxe, roman. Estas
piezas que forman una trilogía y que dialogan entre sí, se pueden leer y/o
ver en escena en forma independiente. Asimismo, el trío de dos hombres y
una mujer reaparece en Últimos remordimientos antes
del olvido(las tres últimas obras citadas son de los
’80).
Vale remarcar que Lagarce escribe la pieza que se ofrece
actualmente en El Kafka cuando ya estaba enfermo, por lo que dentro del
terreno de las conjeturas en que se mueve el texto –donde no hay nombres
propios y nada es definitivo- se podría deducir que el Primer Hombre, el
autor -el
que dice “a esta enfermedad también la llamo guerra”, el que confiesa “ese
deseo que tenía a veces por la desgracia”-, acaso esté representando al
propio autor firmante de la obra que a su vez presenta el proceso del acto
de escribir. Pero de escribir acerca de una historia que vivió el Primer
Hombre y que implica a otros dos personajes a los que le da voz, una voz
que es a la vez la impone el autor y la propia de cada uno (que se
expresan mediante la tercera persona y la primera persona, alternadas en
un mismo párrafo). Tanto se adueñan de su voz el Segundo Hombre y la Mujer
que van adquiriendo autonomía, cuentas otras historias personales, deciden
el curso de los acontecimientos. Entonces, las cosas sucedieron, podrían
haber sucedido, sucederán mientras se borra la frontera entre la realidad
vivida y la ficción que intenta contar el autor, es decir, el Primer
Hombre.
El reto evidentemente era grande para el director Marcelo
Velázquez (que ya ha dado pruebas suficientes de su calidad como
puestista): sostener los distintos niveles que se despliegan
simultáneamente en escena y darle fluidez y claridad a un texto que por
momentos (en la voz del Primer Hombre, particularmente) se convierte en
poema; que escamotea permanentemente lo que promete el título (no hay
detalles de la historia de amor del trío o del acuerdo que los unió,
tampoco se sabe en qué consistió la traición). Un texto que se formula y
se reformula literariamente desde el prólogo hasta el epílogo, que apela
rítmicamente a ciertas repeticiones.
Lagarce no anota didascalias, dejando al director en
libertad de crear ese espacio donde discurre el autor, una suerte de
laboratorio donde hay algunos aparatos aptos para trabajar sobre la
cercanía y la distancia: una bandeja para pasar
discos donde se escucha una perfecta canción (L’été indien, de Joe
Dassin); un grabador del cual parten los sonidos que se recuerdan; un
proyector que permite ver en pantalla fotos de cada uno de los
protagonistas cuando eran jóvenes, situación que da lugar a un intercambio
de miradas y gestos intencionados que aportan al humor sesgado de la
pieza; una máquina de escribir con un papel en blanco que nunca se usa.
Ese espacio está delimitado por listones que trazan un cuadrado un poco
ladeado –cuestiones de perspectiva- con una
abertura que hace las veces de puerta. Adentro, dos actores y una actriz
hacen esta compleja partitura con el temple necesario. Para ellos, el
desafío era de mucha exigencia precisamente
porque tenían que limpiar cualquier forma de énfasis para dejar expresarse
a estos personajes sin apoyaturas psicológicas, sin escenas de bravura,
sin el crescendo de una intriga. Dentro de la concepción de Velázquez
–que contó con óptimos
colaboradores en los rubros técnicos- los intérpretes encontraron las
notas justas para que la música lagarciana, rescatada en la excelente
traducción, suene cadenciosamente,
bellamente.
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